Violencia y género
Por Dora Barrancos*
Es absolutamente promisorio que nuestros jóvenes, mujeres y varones, movilizados por la responsabilidad mayor de no olvidar el pasado monstruoso, se manifiesten condenando el flagelo que comporta la extendida violencia contra las mujeres. Esa violencia cotidiana y sostenida es el cóncavo de mayor inseguridad de nuestros días y muy probablemente el ángulo más frágil de nuestra convivencia democrática. Como he dicho a propósito de introducir el libro Mujeres: Violencia y sociedad urbana (Ed Centro de Cooperación, 2014) que coordinó Carlos Fidel, y entre cuyos participantes se encuentran Raul Di Tomaso, Adriana Valobra, Cristina Farias, Susana Cisneros:
“La violencia contra las mujeres tiene su encaje en la jerarquización de género que ha perdurado de modo inmarcesible a lo largo de los tiempos, al menos desde la constitución de las formas patriarcales. La disponibilidad subordinada de la mitad de la comunidad humana, desde el fondo de las épocas – probablemente fueran las mujeres la porción más expresiva de los grupos esclavizados toda vez que un orden tribal se imponía a otro -, es uno de los acontecimientos más abyectos de la historia. Su conceptualización debió esperar siglos, pues más allá de algunas evocaciones condenatorias, estas fueron eventuales y estuvieron lejos de tener alguna solución de continuidad. Todas las sociedades han construido significados inferiorizantes de la condición femenina, más allá de ciertas morigeraciones según tiempo y latitudes, y es allí donde debe encontrarse la autorización a las diversas formas de violencia que han victimado a las mujeres. Hubo que esperar el despertar del feminismo, en momento en que tomaban estatura dos perspectivas sinergiales que decretaron la agonía del Antiguo Régimen, a saber: el imaginario acerca de la individuación y la soberanía de los varones sobre la base de la igualdad, y una suerte de mayor sujetamiento de las mujeres, excluidas de las competencias públicas y recluidas en los menesteres domésticos”.
Las formas violentas tienen toda suerte de manifestación y abarca absolutamente a todos los grupos sociales. Nuestro país ha establecido con la ley 26.485 la forma legal de combatirlas, pero todavía resta mucho por hacer pues es necesario sobre todo el despertar de las propias víctimas. Frente a muertes horrendas de mujeres ocurridas en este año solemos escuchar dos versiones angustiantes, una que manifiesta que jamás había comunicado a familiares ni a amigas ni amigos lo que padecía, la otra, que a pesar de que había hecho denuncias, no fue suficientemente protegida. Este último caso es por cierto más aberrante. Pero más allá de la inopia de las instituciones y de las dificultades de expresarse que tienen las víctimas – circunstancia muy conocida por quienes actúan junto a mujeres que han sufrido violencia -, la sociedad debe seguir reaccionando. Se requieren dosis de solidaridad, de capacidad de escucha, de fina atención a las quejas. Las instituciones educativas, especialmente, deben aguzar las sensibilidades y los sistemas de atención para prevenir. Está dicho en la ley, pero todavía no se cumple cabalmente. Por eso debemos conmemorar que entre las y los jóvenes se haya manifestado esa preocupación fundamental para vivir en democracia, para hacer la vida más digna de ser vivida.
* Integrante de la Comisión Provincial por la Memoria