RAY MUNDO
Por Juan Mascaró[1]
Que difícil escribir sobre Raymundo Gleyzer[2] desde este tiempo-mundo de trenes y subtes con aroma a limón, de festivales de cine que premian la ambigüedad. ¿Cómo hablar de un tiempo en que las palabras nombraban cosas? ¿Cómo hacerlo sin sonar taciturno y anacrónico?
Raymundo es un mundo para mí y para muchxs. Como documentalista y como militante. Raymundo fue un revolucionario. Decir otra cosa antes que eso, decir que fue cineasta, trabajador de la cultura, documentalista, sería faltar a una verdad de su tiempo, una verdad que establecía jerarquías, donde la actividad, el oficio, estaba subsumida en esa condición, el escalón más alto como diría el Che (¿se imaginan si lo recordáramos como médico?). A la vez, y por eso mismo, creo que la cualidad más grande del cine de Raymundo es haber sacado muchas cámaras a la calle diez, veinte, treinta y cuarenta años después del tiempo en que filmó.
La puerta de entrada a este mundo fueron para mi generación las secretas proyecciones de Los traidores en los ’90, algunas de ellas organizadas por el historiador y coleccionista Fernando Martín Peña[3].
Gleyzer y Cine de la Base habían sido borrados de la memoria colectiva como muchas experiencias incómodas de los sesentas y setentas. La “generación-puente”, como se llamaban a sí mismos, hizo todo lo que pudo. Eran pocos, eran sobrevivientes vueltos del exilio. Nos contaron que había un tiempo-mundo donde las cosas tenían nombre. Los traidores es una obra monumental, potente. La mirábamos en copias destruidas. Un compañero santiagueño, Gustavo Caro, concluyó acertadamente que esas roturas de la película hablaban también del contexto en que fue hecha. Heridas que se ven.
Hay algo más en Los traidores, algo ausente en gran parte del cine revolucionario de propaganda: el conflicto, lo inconcluso. Raymundo lo nombraba así:
«Los traidores es una película sobre la clase obrera argentina, sobre sus luchas y dificultades para construir una ideología revolucionaria. Es una reflexión política sobre las contradicciones en el seno del movimiento sindical”[4]
Los traidores, la ficción… el policial… el género como vehículo para llegar masivamente a los trabajadores. Ya habrá tiempo para hacer cine revolucionario, primero hagamos la revolución, decía provocador un Raymundo que ya había pasado por el cine antropológico (La tierra quema, 1964, Pictografías del cerro Colorado, 1965, Ocurrido en Hualfín, 1966); y el documental político (México, la revolución congelada, 1970), para llegar a los comunicados del PRT-ERP (1971-72) y en seguida a integrar la experiencia documental a la ficción – (varios personajes de Los traidores fueron construidos a partir de entrevistas reales con las cúpulas burocráticas de los sindicatos y varias tomas documentales fueron introducidas en la ficción) para tratar “el” tema de los primeros ’70, la organización obrera y sindical clasista.
Sobre la primera etapa, la de los cortos antropológicos, menciona Paula Halperín, investigadora y compañera de esos años donde conocimos a Ray Mundo:
“Gleyzer, miembro central del Cine de la base, tiene una trayectoria anterior en el tiempo. Camarógrafo de Telenoche durante años, es el primer cronista argentino que desembarca en las Malvinas y realiza allí una verdadera etnografía del lugar. En esa línea trabaja también fuera de lo que realiza en Telenoche. Todos sus cortos de los ‘60 están elaborados con una mirada antropológica que en la Argentina tiene antecedentes en Tire dié, de la Escuela de Cine del Litoral (1958) fundada por Fernando Birri, y en Europa, entre otros, con Yo, un negro de Jean Rouch. Las preocupaciones sociales de Gleyzer son evidentes: todos los lugares que visita para filmar han sido castigados por una modernidad que sólo ha destruido los lazos sociales e impide a la gente establecer modos de vida acorde a los nuevos tiempos. Su mirada es crítica, pero no en un sentido romántico, ya que lo que vemos en Ocurrido en Hualfin, Quilino y Ceramiqueros tras la sierra, tres de sus films más logrados de los años ‘65/66, es un fino retrato de sectores del interior que viven muy al margen del ámbito urbano…[5]
Después vino esa maravilla llamada Me matan sino trabajo, y si trabajo me matan (1974). Maravilla porque nos reveló que el documentalista, el cineasta, no trata “profesionalmente” los temas, ni siquiera se identifica temporalmente con los sujetos filmados. No está de visita, de turismo revolucionario, por los conflictos que registra y narra. Es parte.
Ese “ser parte”, créanme, significó un salto cualitativo para mí y una generación, la de aquellos que comenzamos a filmar en los noventa, nos sumamos a las luchas contra el neoliberalismo de mediados y fines de esa década en la calle, en los barrios y terminamos participando, militando en movimientos sociales luego. Ese “ser parte” es el cuerpo, el tiempo, la vida. Ser parte se ve en la imagen, en los límites del cuadro, en las voces que se cuelan por el micrófono, en la luz que baña el cuerpo o el rostro de un compañero filmado, en la altura y los movimientos de la cámara, esa vida militante se escurre entre los cortes de las tomas al conformarse una secuencia, se desparrama en los debates por colocar, ordenar, quitar… Todo eso ocurre porque son nuestras manos militantes las que toman la cámara, nuestra espalda que la sostiene. Ocurre porque la cabeza piensa donde los pies caminan. Ahí se juegan los momentos más intensos de nuestras vidas como cineastasmilitantes. Cuando la construcción de una película (hecho normalizador del cine industrial) se subvierte en experiencia de formación política que guía el proceso mismo de investigación, rodaje y montaje. El hecho colectivo, incierto, que desborda todo el tiempo la película y que la enriquece al fin, que abastecede aquello de lo que un cine vital no puede prescindir: tener algo intenso para contar.
Ahí está Me matan… Ahí sigue como una puerta para quien quiera abrirla… Allí las imágenes articulan la narración retratando una cultura obrera basada en la olla popular, organizada por los obreros de INSUD a los que les deben 6 quincenas de paga, además de sus pésimas condiciones de salud a la que están sometidos: saturnismo.
“La situación de precariedad de esa vida es ironizada con bromas, música compuesta por ellos mismos y una camaradería que lejos de ser idílica permite ver las enormes dificultades que ya en el año 74 tenían los trabajadores y tod@s aquell@s luchadores/as sociales y políticos. Se puede trazar, a pesar de las diferencias en los tiempos históricos, una línea argumental y política entre Me matan y Los traidores. Está presente en la primera la crítica al peronismo, sobre todo en la figura de Isabel; a la Unión Obrera Metalúrgica (UOM) se la señala como cómplice de las condiciones laborales además de las muertes por saturnismo de los trabajadores. Hay un llamamiento a la unidad de los trabajadores como clase y de adhesión al FAS, en la figura de Rodolfo Ortega Peña, que es asesinado poco tiempo después, lo que lleva a que le dediquen esa película.”[6]
Luego vino “Raymundo” (2002), biografía de Gleyzer realizada por Virna Molina y Ernesto Ardito (amigos y compañerxs, egresados de la Escuela de Cine de Avellaneda) que nos zamarreó a todxs.
En realidad recién a partir de allí entramos realmente a Gleyzer, entramos cuando pudimos conocer el contexto de su obra: su vida. Raymundo, película coral a pesar de ser una biografía, fresco de época pintado a partir de un enfoque humano, criticado en vos baja por núcleos duros de la militancia partidaria que veían una dosis demasiado alta de “lo humano” y poca “línea política” en el film. Como si la revolución no fuese un hecho profundamente humano y como si una vida coherente no fuera contundente línea política. No hay mística berreta en lo que trato de expresar, hay convicción sostenida por vidas de una generación que nos queda lejos pero sentimos cerca. A propios y extraños las experiencias de Cine Liberación y Cine de la Base imprimieron, además de un enfoque hacia el tratamiento de los temas, un modo organizativo. El cine colectivo reconoce algunos antecedentes, pero explota en los sesenta en el tercer mundo de la mano de un contexto donde los proyectos y las existencias eran también colectivos.
Raymundo fue proyectada infinidad de veces y duraban mucho más las charlas posteriores que disparaba. Eran diálogos contenidos por una coyuntura tan rica como la de los setentas: el «que se vayan todos» del 2001. Entre la evocación de una frase de Raymundo y las estrategias para bancar la toma de una fábrica o las medidas de seguridad para la marcha del día siguiente se pasaban las noches y los días. ¿Utopía? ¿Fracaso? Parado hoy, celebro que tanta gente se haya puesto a pensar que el capitalismo podía no ser la cura a todos los males y, a la vez, preguntarse qué alternativas hay a este. No volvió a pasar masivamente. La profundidad y potencia de esa pregunta esta aún por develarse. La historia de los próximos años es su escenario. RayMundo, y la experiencia histórica de su generación, uno de sus motores.
El viernes 27 de mayo próximo a las 19 horas, organizaciones de documentalistas convocamos al cine Gaumont a un homenaje a Raymundo. Allí se proyectará -esta vez sin heridas- una copia restaurada de Los Traidores. Se presentara el libro Compañero Raymundo con la presencia de sus autoras Cynthia Sabat y Juana Sapire, compañera de vida y de militancia de Gleyzer, a la que se entregarán, desde la Comisión Provincial por la Memoria, los archivos de inteligencia sobre Raymundo recuperados de las garras de sus asesinos. Y celebraremos el día del documentalista en su honor. Palabra que llena el pecho pero que por esas cosas del sistema tenemos un poco olvidada. Esa noche, seguramente, volverá a asomar ese nuevo-viejo Mundo que venimos cultivando con el cine como herramienta.
[1] Juan Mascaró – 40 años -es documentalista, miembro actual del Grupo Cine MalDito, antes de los Colectivos de Cine DocSur y Mirada Horizontal, integrado a DOCA (Documentalistas de Argentina), Licenciado en Comunicación Social, egresado de Montaje Cinematográfico en la ENERC-INCAA. De 2001 a 2003 integró el Área de Artes Audiovisuales del Centro Cultural de la Cooperación. De 2001 a 2009 fue docente del taller documental en Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Matanza. Desde 2009, docente en la Escuela de Cine de la Universidad Nacional de Tucumán. En Mirada Horizontal Grupo de Cine, realizó documentales como parte del Movimiento Campesino de Santiago de Estero. En 2014 realizó “Arriba los que luchan”, realización Colectiva de Cine MalDito, sobre la vida de Jorge Ricardo Masetti – película ganadora del Gran Premio del Jurad del FICIP (Festival Internacional de Cine Político) – y en 2015 “Causas y Azares: Inundados en Lujan” con producción de la Universidad Nacional de Lujan.
[2] “Raymundo Gleyzer nació en Buenos Aires en 1941. Estudió cine en la Escuela de Bellas Artes de La Plata, y dejó los estudios para viajar al nordeste brasileño a filmar su primer cortometraje, La tierra quema (1964). Trabajó como cronista y camarógrafo para el noticiero Telenoche de Canal 13, allí produjo entre otras Nota sobre Cuba y Nuestras Islas Malvinas (elegida como el impacto periodístico del año 1966). Dirigió films etnográficos, como Ceramiqueros de Traslasierra (1965) y Pictografías del Cerro Colorado (1965). Trabajó junto a Jorge Prelorán en Ocurrido en Hualfín (1966) y, tras varios años de viajes por Europa, llegó a México para filmar su primer largometraje: México, la revolución congelada (1971). El documental fue prohibido en la Argentina, y logró estrenarse recién en 1973. Su compromiso político lo llevó a unirse al PRT-ERP, partido enrolado en la izquierda revolucionaria que se identificó con los ideales de la Revolución Cubana. En 1971 dirigió Swift, comunicado filmado de una acción exitosa del partido que tomó estado público: el secuestro del cónsul inglés y su canje por comida y mejores condiciones laborales para los trabajadores del frigorífico. Ni olvido ni perdón, film urgente sobre un hecho que marcó simbólicamente el comienzo del terrorismo de Estado en la Argentina: la fuga del penal de Rawson y la Masacre de Trelew, el 22 de agosto de 1972. Gleyzer creó el grupo Cine de la Base como forma de “colectivizar la inteligencia”. Conformado por Juana Sapire, Alvaro Melián, Nerio Barberis, Alberto Vales y Jorge Santa Marina entre otros, el grupo produjo su película más ambiciosa: Los traidores (1973). En 1974 el grupo filmó Me matan si no trabajo, y si trabajo me matan, sobre la huelga obrera en la fábrica INSUD. El 27 de mayo de 1976 fue secuestrado en Buenos Aires por la dictadura militar, y llevado al campo de detención El Vesubio donde fue torturado. Aún hoy continúa desaparecido. Los miembros de Cine de la Base se exiliaron en distintos países; parte del grupo que se refugió en Lima, Perú produjo junto a Jorge Denti Las AAA son las tres armas (1977), del periodista y escritor Rodolfo Walsh, quien 24 horas antes de ser secuestrado publicó la Carta Abierta a la Junta Militar”. Por Cynthia Sabat.
[3] Peña publicó, junto a Carlos Vallina, el libro “El cine quema” (1999), un vibrante montaje de entrevistas que narran la vida y la obra de RaymudoGleyzer
[4] Entrevista, 1974
[5]Halperin, Paula. Historia en celuloide: Cine militante en los ‘70 en la Argentina. Estudios críticos sobre Historia Reciente. Departamento de Historia del Centro Cultural de la Cooperación. Cuaderno de Trabajo N 32. Buenos Aires, 2004
[6]Halperin, Paula. Historia en celuloide: Cine militante en los ‘70 en la Argentina. Estudios críticos sobre Historia Reciente. Departamento de Historia del Centro Cultural de la Cooperación. Cuaderno de Trabajo N 32. Buenos Aires, 2004