CINE DOCUMENTAL Rancho: el rasgo humano como refugio
Este viernes 2 a las 18 hs se proyecta en el auditorio de la Comisión Provincial por la Memoria Rancho, un documental de Pedro Speroni sobre la vida de un grupo de detenidos en una cárcel de máxima seguridad. Una película que nos acerca desde el dolor, las formas de sobrevivir y pertenecer, los vínculos, la identidad y sobre todo la humanidad al mundo en el encierro y las personas que quedan del otro lado de las rejas. Entrevista con el director.
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(Andar Agencia) A la cárcel se entra, ¿se sale? “Estaba ahí todos los días, de ocho de la mañana a ocho de la noche, y salía sólo para esperar el momento de estar ahí de nuevo”, cuenta Pedro Speroni, el realizador de Rancho. Con 26 años dedicó dos años a lo que terminó siendo su opera prima, un documental con el que viajó, recorrió festivales internacionales y tuvo su ciclo en el MALBA.
Su primer acercamiento al mundo carcelario fue un cortometraje, Peregrinación, a través del que miró y registró el periplo que implica la visita a una cárcel para las mujeres de los presos. En ese alrededor de los muros se hizo preguntas, las conoció a ellas y supo de las historias de sus maridos y parejas, de los padres de sus hijos. Y quiso entrar.
Su ingreso contó con algo de suerte, un juez que vio el corto le presentó al director de la Unidad de Dolores y logró los permisos. “Y ahí empecé a ir a la cárcel. La primera vez me recibió el director y después el viejo Artaza, que era el líder del pabellón”, a Pedro se le pasó la tarde charlando, el tiempo se desvaneció y salió convencido de la buena onda que había pegado. “Después me dijo que al principio pensaba que yo era como un infiltrado de la policía, me había estado midiendo todo el tiempo y yo pensé que habíamos pegado la mejor desde ese momento”, se ríe el realizador.
Hoy mantiene un vínculo con el viejo Artaza y con cada uno de los pibes que lo sumó a ese rancho. En esos años, donde se mudó prácticamente a Dolores, pudo conocerlos y construir un puente. “Yo no tenía muchas ideas previas y eso me ayudó. Cuando entré la sensación era de mucho asombro y, a medida que iba a pasando las rejas, mucha adrenalina. El viejo Artaza me transmitió mucha tranquilidad, y con Iván, el otro chico boxeador que protagoniza la película, me habilitaron entrar al pabellón. Comía con ellos, me bañaba ahí, se fue generando algo muy fuerte. De hecho hoy los sigo viendo”, señala.
Y otras puertas se fueron abriendo. “Me empezaba a conmover muchísimo que ellos confiaran en mí. El prejuicio es que en la cárcel parecería no haber mucha humanidad y cuando entras y los ves, la humanidad que hay, y que ellos me confiaran su vida, que tengan el coraje de mostrarla, es ahí donde había que buscar”, asegura Pedro. Dejar la cárcel fue cada vez más difícil “Empecé a valorar cosas. Me conmovía que muchos tenían mi edad y mientras ellos estaban ahí pasando sus años, yo, que estaba afuera, haciendo cosas comunes , pensaba todo el timepo en ellos, al juntarte con amigos, familia, cuando vas a comerte una pizza. Eso me hace tenerlos muy presentes”.
Para cuando ingresó con la cámara sucedió lo increíble, algo que define el registro de la película: la cámara fue invisible. “En las tres pelis antes de filmar conviví con las personas, y eso hace la experiencia compartida, que cuando vos llevas la cámara sucede algo impresionante: la confianza es tal que la cámara desaparece. Y a la par las preguntas, el compromiso “siempre me preguntaba quién era yo para filmar su intimidad, llegué hasta las visitas yo podía filmar, grabar audio, ahí en lo sagrado, donde no entra nadie”.
“Lo único que quería al final era devolver esa confianza. Ahí la película iba a terminar de tomar sentido, por eso fue tan conmovedor que se vieran reflejados”, subraya Pedro. para cuando el documental comenzó a proyectarse en el MALBA el Viejo Artaza quedó en libertad y pudo verlo. Vivía en Mar del Plata y viajaba cada fin de semana que estuvo en cartel para verla y compartir los debates posteriores con el público. “El pibe que mató al padrastro también estuvo ahí y fue muy conmovedor, él dijo que haber hecho la película le permitió hacer más liviano lo que le quedaba de la condena. Pablito. Estuvo ahí y dijo que necesitaba verla para recordar eso, y olvidar, y empezar su vida de vuelta”.
“Lo más importante que me dio la película fue la vincular”, asegura Pedro y agrega otra anécdota. Un festival en Valladolid le dio la oportunidad de conocer al hijo del Viejo Artaza. “Vivía en España y viajó de Barcelona a ver la película sobre su papá, al que no veía hacía diez años. Fue muy emocionante compartir eso con él, el hijo vio lo que era su padre estando preso”.
“A mí lo que me interesaba mostrar era la profundidad de ellos. Que quizás tiene que ver más con las heridas, con su vida, con la identidad. Empecé a ver que juzgamos ciertos actos, como el de robar, y quizás para alguien que roba o tiene cierto tipo de vida, robar tiene otro sentido, encuentra una identidad. Cometer un delito es parte de la vida, de una vida. Me interesaba encontrar a la persona. No hay moralidad en la película. Todos queremos ser alguien en la vida, alguien para el otro”, reflexiona. Y el rancho fue ese lugar de encuentro con otros. El vínculo humano, un refugio.