MEGAJUICIO POZOS DE BANFIELD Y QUILMES Y BRIGADA DE LANÚS Que los culpables paguen por el daño que hicieron
La jornada 84 realizada el 11 de octubre pasado contó con cuatro declaraciones testimoniales: Olga Beatriz Miranda, por el secuestro sufrido junto a Juan José Cerrudo, hoy desaparecido; Estela Porfiria González, por la desaparición forzada de Rosa Elena Vallejos y José Omar Benvenutto; Guillermo José Luis Cometti, por lo vivido durante su secuestro; y un testimoniante que no autorizó la difusión de sus dichos.
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(Agencia) Olga Miranda de Cerrudo fue secuestrada por militares de civil en su domicilio de la localidad de Ingeniero Budge, junto a su pareja Juan José -Juanjo- Cerrudo, el 30 de marzo de 1978. Con ellos vivían los padres de Olga, su hermano y su hijo, Sebastián. Mientras interrogaban a Juan José fuera de la casa, un hombre, al que llamaban “Coronel”, revisaba las pertenencias de la familia en su interior y le preguntaba sobre las actividades de su pareja.
Trasladaron a Olga a lo que pudo deducir era un edificio estatal por el mobiliario que llegó a ver. Después la llevaron a una oficina donde había dos mujeres y un hombre que le dijeron “nosotros también somos detenidos pero estamos colaborando para estar bien, así que si vos colaborás pronto te vas a ir”. Uno de ellos comenzó a preguntarle sobre las actividades de Juan José y los apodos de sus conocidos. La situación fue interrumpida por quien parecía ser el superior de los presentes y fue puesta en una celda. Allí habló con Juanjo, que mencionó que se encontraba bien y con Alinso y Lorenzo Cáceres, conocidos del barrio. Posteriormente Olga pidió ir al baño, donde se sacó la venda de los ojos y pudo distinguir que había cruzado un pasillo con diferentes celdas.
Al día siguiente Olga escuchó ruidos de puertas y llaves, pidió hablar con su pareja pero Alinso le dijo que se lo habían llevado. Más tarde abrieron las celdas y pudo ver a Alinso y dos detenidos más. Un hombre de civil la interrogó junto a Alinso y le indicó que cuidara de su bebé y que no cuente nada de lo sucedido allí. Luego fueron encerrados nuevamente. Más tarde volvió a escuchar los mismos ruidos, y al preguntar le responden “estamos de vuelta”, no recuerda si fue Juanjo o Lorenzo.
Posteriormente entra a su celda un hombre que le examina su cuerpo, por lo que intuye que era un médico y más tarde alguien le dice “Se va, señora”. Le indican que se despida de su marido, por lo que se dirigió a su celda y lo abrazó con el anhelo de volver a verlo. También se despidió de Alinso y Lorenzo de quien dice:“recuerdo sus ojos mirándome desde ese cuadradito”, refiriéndose a la mirilla de la celda.
Vuelven a vendarle los ojos, y junto a otro detenido, son subidos a un auto. Al bajar les dieron dinero para el colectivo y los amenazaron: “no se den vuelta porque los vamos a matar”. Se dirigieron hacia una parada, donde un hombre les informó que se encontraban en Quilmes. Primero fueron a la casa del muchacho (de quien no recuerda el nombre) y luego él, junto a un amigo, la acompañaron hacia su casa.“Me agarró miedo, sentí terror”, Les pidió que la dejaran sola porque no sabía que iba a encontrar. Olga recuerda: “llegué a casa y lo ví a Sebastián”.
Al finalizar Olga Miranda relata que durante mucho tiempo solicitó habeas corpus de Juan José hasta que en una ocasión intentaron cobrárselo. Sintió inseguridad y “hasta ahora me pasa que mi cuerpo rechaza la cercanía de gente que no conozco”, concluye.
“Ella se murió esperando que su hijo regresara”
La siguiente en declarar es Estela Orfilia González. Gracias a testimonios de vecinos, pudo reconstruir el secuestro de sus cuñados Rosa Elena Vallejos y Jorge Omar Benvenutto, realizado durante la madrugada del 23 de julio de 1976 en Villa Rubencito, Punta Lara, partido de Ensenada.
Relata que los vecinos se despertaron por ruidos de golpes de puertas, palizas, insultos y gritos. Los jóvenes tenían una hija de 17 meses, Romina, que lloraba sin cesar. Estuvieron largo rato hasta que se retiraron del departamento y entonces, a través de la puerta, pudieron ver cómo, golpeada, la pareja era llevada a rastras. Romina fue dejada en la casa y pudieron ponerla a resguardo.
No fue hasta horas más tarde que la familia se enteró de lo ocurrido. “Fuimos al Ministerio del Interior, a Amnistía Internacional, a la Liga de Derechos Humanos, a la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, a la Cruz Roja Internacional, al Consulado de Italia, al Regimiento 7 de Infantería, a la Prefectura en Ensenada, a comisarías; donde había un huequito íbamos una y otra vez pero no nos daban información. Incluso fuimos a hospitales porque, ilusos, pensábamos que los habían llevado para tratarles los golpes”, expone Estela. Se presentaron denuncias, cartas, habeas corpus durante años y en reiteradas ocasiones, para que no cayeran en el olvido con el correr del tiempo y en el apilamiento de papelerío. “Fue terrible hacer esas colas inmensas y escuchar los relatos de madres, padres, hermanos. Era tremendo. No parecía real”, expresa.
Tiempo después, Rosa apareció con vida en la comisaría de Valentín Alsina, en Lanús. “No pudimos verla, solo logramos comunicarnos a través de papelitos, y me dijo que siguiera buscando a Jorge. Se lo prometí”, sostiene Estela entre lágrimas. Recuerda que en agosto de 1976 se hallaron cuerpos dinamitados en una fosa en Pilar y que su marido asistió para ver si estaba entre los fallecidos, “pero le dijeron que no se podía porque estaban en muy malas condiciones”. Rosa fue trasladada a la cárcel de Caseros y a la de Olmos, donde pudo ver a su hija y a sus padres. “Romina pudo estar poco con su mamá porque después de 9 meses, Rosa falleció en un accidente de tránsito”, dice, e intenta que la angustia no corte su voz.
Estela sostiene que fue duro para la familia pero en especial para su suegra, la mamá de Jorge. “Murió hace cuatro años. Durante más de 40, si escuchaba que un auto frenaba en la vereda, se paraba rápido para mirar por la ventana. ‘Yo lo sigo esperando, sigo esperando que ponga la llave en la puerta’, me dijo. Y ella, pobrecita, se murió a esperas de su hijo”.
Si bien le ofrecen realizar una pausa para recomponerse, no acepta detener su testimonio. “Se dice 30 mil como si no fuera nada… fueron 30 mil almas, 30 mil padres que quedaron sin hijos, 30 mil hijos que perdieron a sus padres. Lo único que pido es que se haga justicia y que si tienen que ir a la cárcel, que vayan, pero que sea a una cárcel común. ¿Por qué ellos pueden morir arropados por su familia, en su cama, en su entorno, mientras que los que faltan no tuvieron esa oportunidad?”, concluye Estela.
“Nos pusieron números para no llamarnos por los apellidos”
El último testimoniante es Guillermo José Luis Cometti, secuestrado el 24 de marzo de 1976. Relata que cuando se enteró del comienzo del golpe de Estado se dirigió a su empleo, el Frigorífico Martín Fierro, en Zárate, para cesar las labores y acompañar a los trabajadores a sus casas, dado que el colectivo de la compañía no se encontraba en funcionamiento.
Luego fue al Policlínico de la Carne, donde trabajaba su pareja. Allí vio llegar en una ambulancia al secretario general del Sindicato de la carne, puesto para cuyas elecciones Cometti se había postulado; al secretario general adjunto y al administrador del Policlínico. “El chofer tenía los libros del sindicato, el libro de actas y todo eso. Le pregunté por qué, si no había nada para esconder, y me dijeron que no pasaba nada”, recuerda. Eran ya las 22 y Cometti decidió volver a su domicilio pero le ofrecieron, con insistencia, llevarlo ellos.
En el camino pasaron por la misma calle que Cometti había transitado horas antes al acompañar a sus compañeros de trabajo. “Pasamos por el puesto de Pellegrini y Lavalle, donde ya me habían visto pasar varias veces durante el día, y se detuvieron. Me dijeron que figuraba en una lista y que tenía que ir con ellos pero que estuviera tranquilo, que me iban a largar enseguida”, sostiene.
Lo trasladaron a la comisaría 1° de Zárate. En una oficina con armas de guerra y granadas exhibidas sobre una mesa, comenzó el interrogatorio. “Me preguntaban por mis compañeros, que yo sabía en qué andaban, pero no los conocía más que de vista. Decían que mi libertad dependía de lo que dijera”. Después de reiteradas preguntas, le cubrieron los ojos con algodón y cinta de embalar, le ataron las manos y lo llevaron a la dependencia donde se tomaban las declaraciones a los presos comunes. Lo tiraron al suelo y torturaron física y psicológicamente. Allí oyó la voz de su pareja, que preguntaba si él estaba allí, pero le negaban que hubiera pasado por el establecimiento.
La cuenta de horas se hacía difícil, sobre todo con los ojos tapados, pero el 25 o 26 los cargaron en un camión y los llevaron a Arsenal, sobre la calle Rivadavia. Allí subieron a más gente y continuaron hacia Campana, cerca del Área 400, donde lo cambiaron a un camión de transporte de presos junto a otras personas. Escuchó cómo los sacaban de a uno y los llevaban a un vehículo que se alejaba; cuando volvían, lo hacían quejándose de dolor. Al tocarle a él, lo metieron en el baúl de un auto y viajaron. Se detuvieron en un lugar, bajaron por una escalera hacia una habitación con música fuerte, lo desvistieron, lo ataron y lo torturaron con la picana. Hicieron ese recorrido varias veces y, en cada una, la intensidad de la descarga aumentaba.
De allí fueron al buque Murature. “Nos torturaron con el submarino, en el río. En un momento escuché que las olas golpeaban contra algo y pensé en tirarme”, sostiene. “Nos llevaron a un descampado, nos desnudaron, nos bañaron y por primera vez nos cambiaron las vendas de los ojos. Cuando me sacaron los grilletes, pude entrever cómo salía también un pedazo de piel; estaba todo encarnado, ya no lo sentía. Me tiraron un líquido para curar y me dejaron secando al sol”.
Al tiempo les dieron ropa para cambiarse, los cargaron en un camión celular y fueron a la comisaría 1 de Moreno. “Nos pusieron números para no llamarnos por los apellidos. Yo era el 6”, sostiene. “No lo recuerdo, pero me dicen que fui al Pozo de Banfield; sí sé que nos llevaron a Campo de Mayo, al Hospital Militar. Nos agruparon por habitación y nos ataron a las camas pero pudimos hablar entre nosotros”. Después de días, los movieron: algunos a Olmos, a Cometti y a otros a la unidad Nº 9 de La Plata. Pudo escribir una carta a su familia y recibir su visita.
Al inicio podían tener visitas, jugar al fútbol y hacer trabajos manuales. Más adelante, comenzaron a ser golpeados y torturados por los grupos de comando.
Después de la Copa mundial de fútbol, el militar Toranzo Montero se acercó un día a su celda, le preguntó por qué estaba ahí y le dijo: “Yo te prometo que en unos días más vas a tener noticias mías. Espero no tengas bronca”. después se enteró por un guardia, de apellido Pombo, que su apellido materno estaba en la lista publicada en el periódico del 12 de agosto. El 19 de agosto de 1978 fue dejado en libertad.
Durante un tiempo una vez por semana debía ir a la comisaría para dar aviso de las direcciones a las que asistía en su día a día. Comenzó a buscar trabajo pero no lo tomaban en ningún lado, ni siquiera en el Frigorífico, porque sus antecedentes penales “tenían una cruz roja más grande que la Basílica de Luján”. Tuvo que pedir una carta de intimación en el Área 400. “Pusieron que se me debía dar una oportunidad más porque ya había cumplido mi castigo por lo realizado contra la sociedad”.
Después supo que fue el propio secretario general el que dio su nombre y el de sus compañeros para ser detenidos. “Yo era activo en la política y el gremio, me había postulado para las elecciones como secretario general y le hacía sombra. La lista de nombres la dio el sindicato”, sentencia.
Para culminar, tras un largo relato, Cometti reflexiona sobre las consecuencias de lo vivido. “No tengo algo que me torture o que me saque el sueño pero nunca voy a poder olvidarlo. Fue una etapa más en mi vida pero fue la más dolorosa, aún más que la pérdida de mi mamá”, sostiene. “Los 24 de marzo son difíciles, la conmemoración trae todo de vuelta. No di muchos testimonios pero accedí a este porque quiero que se aclare todo, que los culpables caigan y paguen por el daño que hicieron, porque hoy andan por la calle contentos y felices. Eso duele”, dice, y concluye: “Quizás necesite atención psicológica pero no sé ni cómo empezar”.
La próxima jornada del debate oral y público será el 25 de octubre.
*Con la cobertura de Facundo Galván y Agustina López
Cómo citar este texto: Diario del juicio. 11 de octubre de 2022. “QUE LOS CULPABLES PAGUEN POR EL DAÑO QUE HICIERON”. Recuperado de https://diariodeljuicioar.wordpress.com/?p=1381