TRECE AÑOS DE ESPERANZA Y JUSTICIA Las Madres del Dolor desde las entrañas
Una crónica que cuenta cómo es un día entre las mujeres que se organizaron frente al dolor y para acompañar a otras familias en un camino que tuvieron que recorrer a ciegas.
ANDAR en Vicente López
(Milagros Gagliardi) Es de mañana en un municipio ubicado en el barrio de Florida. Una pared pintada de color violeta. Adentro: El sonido de un teléfono que insiste con llamadas de todo el país y una voz que responde:
— “Asociación, buen día”…
Del otro lado Vanesa llama desesperada. Su hermano Gabriel, 24 años. Padre de cinco hijos, el 27 de septiembre de 2018 bajó en la estación de Constitución a comprar un chipa. Estaba en mal estado y pensó en reclamar su dinero, pero termino muerto a golpes, tirado en el piso como si no valiera nada.
En 2017, según el Ministerio de Seguridad de la Nación 344.000 personas fueron víctimas de asesinatos, homicidios, violaciones, amenazas, robos o muertes.
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Siete cuadros enaltecidos a una pared amarilla revelan las caras y facciones de hombres y mujeres de no más de veinticinco años de edad que entre 1996 y 2003 fueron víctimas de secuestros extorsivos, violaciones, siniestros viales o violencia institucional.
— “Ese es Maximiliano, el de al lado Cristian, el que le sigue Adrian, aquel otro es Kevin, la más chiquita Marcelita”, señala Silvia y sigue.
La imagen de Lucila Yaconis se suspende en el día en que cumplió quince años, un vestido blanco y una sonrisa radiante la recuerdan como aquellos tiempos en los que soñaba con un futuro más prometedor: ser cantante o actriz. Pero el 23 de abril de 2003 sus sueños se desvanecieron a lentamente a metros de la estación de Núñez. Muerta, asfixiada, golpeada y con la mancha maldita del semen de su agresor era encontrada horas más tarde. —Pasaron quince años y su agresor todavía camina entre nosotros.
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En otro pasillo angosto, tres cuadros evocan los rasgos de Cristian Gómez, Adrian Matassa y Maximiliano Tasca yacen. Tres jóvenes, víctimas de violencia institucional en 2001.
Un televisor encendido, mesas, sillas, cigarrillos, cerveza, comida. Todo a tu disposición. Así podría creerse una noche entre amigos, pero el 29 de diciembre del aquel año todo fue diferente. La deuda, los saqueos, 39 muertes, la caída del por entonces presidente de la nación, Fernando De la Rúa y la llegada de cinco hombres al poder en tan solo doce días habían hecho del país un lugar inhabitable.
Las imágenes de un televisor encendido que reflejaba el enfrentamiento entre los manifestantes y la policía en Plaza de Mayo, encendieron la voz de Maximiliano: —‘Al fin una vez les toco a ellos’, se escucho resonar en la sala. Segundos más tarde, el policía Juan de Dios Velaztiqui que custodiaba el lugar, se molestó ante el comentario del joven y bajo el grito de “Basta” los asesinó de tres disparos.
Sandra Bravo, empleada del lugar todavía recuerda los impactos y olas de sangre que no pudo evitar. — “Yo lo insulté, le grité hijo de puta, por qué mataste a los chicos si no te habían hecho nada”, declaró dos años más tarde.
En 2003 el comisario recibió cadena perpetua, pero en el año 2012 pasó a gozar de prisión domiciliaria.
—Trece años después, sus casos hablan de una sola cosa; una justicia lenta y llena de obstáculos —.
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En el año 2004 Vivian Perrone, Marta Canillas, Isabel Yaconis, Silvia Irigaray, Elvira Torres y Nora Iglesias, las madres de los siete jóvenes comenzaban a florecer con un único deseo, la justicia. Era aquel instante cuando aquel teléfono conocía sus primeros signos vitales y se mantendría vivo hasta hoy.
A metros del Congreso de la Nación de Buenos Aires, conformaron la asociación civil Madres del Dolor, una ONG encargada de luchar y promover justicia para hombres y tres mujeres víctimas de inseguridad vial, delitos sexuales o muertes violentas, atendían los mismos casos que tiempo atrás les habían arrebatado la vida de sus hijos, pero con la diferencia de que ahora las muertes golpeaban a otras familias. —Ya no eran las débiles, sino que florecían de los vestigios de lo más sagrado, sus hijos. —
— “Nos conocimos en la calle, reclamando justicia por nuestros hijos. La muerte de Lucila en 2003 fue el punto de unión entre nosotras, desde entonces no nos separamos”, recuerda Isabel Yaconis quince años después de la muerte de su hija, del desgarro.
Cuando las luces de los medios se apagaban, la cocina de la casa de Isabel comenzaba a ser otro de los primeros lugares donde juntarse a hablar sobre otras muertes. Pronto fue la casa de Marta, el patio de Vivian y ya no pudieron parar. A las reuniones llegaban madres de Floresta, La Matanza, Corrientes, y un largo etcétera. En principio fueron nueve, pero con el tiempo solo quedaron siete.
— “Para el trabajo que hacemos, somos pocas”, menciona Isabel mientras sonríe. Pompeya Gómez, mamá de Cristian Schaerer, 21 años, secuestrado en 2003 y de quien se informa desde entonces que ha desaparecido, se marchó de la asociación en 2016 con la ilusión de quien todavía espera las señales de un hijo vivo. — “Siempre que suena el teléfono, ella cree que volvió, que es él”, dice Silvia sentada en una silla.
En 2006 se mudaron a Florida, un barrio ubicado en la ciudad de Vicente López. Desde entonces, las siete, atienden llamados, llenan planillas donde detallan los nombres, las fechas y las calificaciones de cuerpos muertos, tibios y frescos que proclaman una sola cosa: la justicia. Durante los fines de semanas brindan charlas sobre violencia en centros educativos, pintan estrellas amarillas sobre el pavimento en los lugares donde una persona perdió la vida por un hecho de transito, reciben casos con denuncias y hasta son capaces de mover aquellos papeles que por alguna razón u otra en ocasiones permanecen estancados durante meses.
En el año 2011 participaron del Curso Interdisciplinario en Derechos Humanos en Costa Rica, viajaron a reuniones en Washington, Colombia, Turquía, Marruecos y asistieron a la Conferencia Global sobre Seguridad de Tránsito en Brasil.
En 2013 lograron la aprobación de la Ley 26.879 que impulso la creación de un Registro Nacional de Datos Genéticos vinculados a delitos contra la integridad sexual, ley que actualmente lleva el nombre de Lucila Yaconis.
— “Esto no es un trabajo de oficina, acá no hay horarios de entrada y salida”, asegura Silvia.
Nos encierran cuatro paredes teñidas de color amarillo. Un pasillo angosto con dos cuadros rectangulares que reiteran una y otra vez las caras la de los siete jóvenes, sus fotos aparecen por todas partes, como si aún estuviesen vivos.
— ¿Crees que algún día todo esto termine?
– “¡Ojala…! Ojala algún día podamos cerrar la puerta; ‘Porque no suena más el teléfono’, ‘porque nadie más viene, nadie más llora’.
– ¡Ojala..!, ‘Pero sabemos que las puertas no se van a cerrar y que a esto hay que mantenerlo”, dice Silvia.
Es la mañana del lunes 22 de octubre de 2018.Una sala espaciosa. Un papel blanco que enumera: nombres, edades, fechas y calificación de los hechos. Un afiche de color negro que señala: ‘Stop the crash’. Un cuadro que enumera los derechos de las víctimas. El sonido persistente de un teléfono que insiste y una voz que responde:
— “Asociación, buen día”…