ASÍ LO RECUERDAN LAS MADRES DE LAS VÍCTIMAS El último domingo «normal, hermoso»
A un año de la masacre de Monte, las madres de Camila, Danilo, Gonzalo y Aníbal reconstruyen el último día de sus hijos, de su hija, y la primera vez que oyeron la fatal noticia. También la mamá de Rocío habla de aquel domingo y lo que vino después. Las palabras dichas en entrevistas por separado casi coinciden en una misma oración: “Hasta ese lunes fuimos muy felices. Ahora ya no hay risas, no hay juegos… ya no hay cumpleaños, no hay fiestas, no hay asados familiares los fines de semana. Ya no hay nada”.
ANDAR en Monte
(Agencia) Danilo Sansone (13) estaba parado sobre su patineta, haciendo equilibrio, con el buzo en uno de sus hombros, y miraba a su madre Gladys con esa sonrisa que en general tenía un poder especial para convencerla: “Dale, mamita, dejame ir un rato a lo de Gonza, que queremos pasar un rato en la plaza, andar en patineta y ver a unas ‘chongas’”. Las “chongas” -explica Gladys- eran sus novias o futuras novias o chicas que les gustaran a alguno de ellos. “Dale, mamita, por favor. ¿Me dejás ir?”.
Antes de salir en patineta hacia lo de Gonzalo Domínguez (14), se frenó y le dijo: “Mamita, te amo”. Le dio un beso, la abrazó fuerte y se fue con el permiso de su madre, por última vez. Eran las 10 de la noche del 19 de mayo.
Aquel domingo había comenzado con un sol radiante que bañaba las calles tranquilas de San Miguel del Monte. La expresiones “pueblo tranquilo”, “vida tranquila”, “estábamos tranquilos” eran hasta ese día parte de la idiosincracia de ese pueblo bonaerense de 21 mil habitantes. Los adolescentes, por ejemplo, eran autorizados por sus padres a reunirse con amigas y amigos en la plaza hasta la medianoche, o en la laguna hasta poco antes de la cena.
Gonzalo, a pesar del buen clima, pasó casi todo el día en su habitación, hasta que a las 10 de la noche lo vino a buscar Danilo. Susana Ríos, su madre, recuerda que “a último momento decidieron dejar sus skates en casa porque se le había roto una ruedita a la de mi hijo. Salieron caminando para la plaza, situada a dos cuadras. Era una salida cotidiana de ellos”.
Camila y Rocío, ambas de 13 años, habían estado desde temprano dando vueltas por el centro, un poco aburridas pero siempre a las risas. Así las recuerda Loana Sanguinetti, la madre de Rocío, la única ocupante del vehículo que sobrevivió a la masacre provocada por los policías.
“Era un día hermoso y yo había salido con mis nenes chiquitos a caminar. En un momento nos encontramos con Cami y Ro, que estaban paseando, también. Me acuerdo que me cargaron porque estaba tomando un helado. Más tarde me vine para casa y les mandé un mensajito para que se vinieran, porque yo tenía que ir a buscar a otra de mis hijas a un cumpleaños. Entonces ellas se quedaron en casa tomando mate. Luego, a las 20, Cami se fue a su casa y más tarde, alrededor de las 23.30, mi hija Rocío se fue a dormir a la casa de Camila”, cuenta la mamá.
Además de los cuatro adolescentes, el grupo lo integraba el único mayor de edad, Carlos Aníbal Suárez, de 22 años y oriundo de Concepción de la Sierra, provincia de Misiones. Era el dueño del auto y había llegado a San Miguel del Monte el 20 de diciembre de 2017.
Blanca, su madre, lo define como una persona muy dulce, solidaria, amigable. Le gustaba mucho el fútbol y era el segundo de cuatro hermanos. En Monte, viviendo en casa de uno de sus tíos, Aníbal trabajó en un frigorífico de cerdos hasta que la empresa repentinamente quebró. Le liquidaron la indemnización y de allí obtuvo el dinero para comprar su auto. Su siguiente ocupación fue la instalación de piletas junto al hermano de Blanca.
“Era un chico adolescente… le gustaba mucho compartir y jugar con los más chicos. Sus amigos, en general, eran más chicos que él. Incluso, viviendo en la casa de su tío en Monte, se ocupaba de llevar a sus primos al colegio, los cuidaba”, describe la madre de Aníbal.
El domingo 19 terminó. Con el correr de los minutos del 20 de mayo las familias comenzaron a intranquilizarse.
Gladys, la madre de Danilo, se acostó a la 1 de la madrugada pero volvió a levantarse porque empezó a faltarle el aire.
Susana, la mamá de Gonzalo, se puso nerviosa cuando vio que su hijo no contestaba los mensajes ni los llamados telefónicos. Ella vio en redes sociales las imágenes de “un auto partido en dos” y algunos comentarios que ya hablaban de una persecución y de disparos desde un patrullero.
“No lo podía creer”, “no lo podía asimilar”, “me parecía mentira”, “quería que fuera una mentira”, “sabía que no podía ser mi hijo”, “sabía que no podía ser mi hija”: el primer impacto que recibieron las madres, cada una en su casa, fue devastador. Blanca, desde Misiones, tardaría varias horas más en recibir la fatal noticia.
A las 3:30 de la madrugada, golpes secos, atípicos, en la puerta de entrada de la casa de Loana, la mamá de Rocío, rompen la inercia de la espera. Son 5 policías que no pertenecen a Monte los que traen la noticia: “Su hija tuvo un accidente”, le disparan sin más información. Loana, “sin imaginarme que hubiera sido algo tan grave”, salta sobre su bicicleta y en el camino al hospital se comunica con Yanina, la madre de Camila.
“Me informan los médicos que mi hija estaba en estado crítico y que debían trasladarla a un hospital de La Plata. De allí la pasarían luego al hospital El Cruce, de Florencio Varela”, dice Loana, que pudo ver durante algunos instantes a Rocío cuando la llevaban en camilla hacia la ambulancia para el traslado.
“Se me cayó el mundo”. La madre se acuerda de haberse acercado al padre de Danilo, también en el hospital. Empiezan a asociar ideas con la poca información que tenían: había otros niños. Loana llama a su hermano y se suben a un remis con dirección a La Plata, detrás de la ambulancia que llevaba a Ro.
Mientras tanto, Gladys ya se había ocupado de enviar a su hijo mayor a buscar a Danilo, quien debía regresar a las 12 de la medianoche y, sin embargo, para las 3 de la madrugada nadie sabía dónde estaba. Se levantó de la cama y fue hasta la cocina, justo cuando regresaba su marido desde el hospital por un dolor de muela. “¿Vos sabés que hubo un accidente? Los médicos no quisieron decirme nada, pero justo entraban los cuerpitos de los nenes al hospital y por eso no me quisieron atender”.
En ese momento, reflejos azules, intermitentes, perforan las cortinas de la cocina y después, los golpes de llamado a la puerta de entrada: otra comisión policial trae la noticia del “accidente”.
“Era el famoso ‘Pipi’ Ángel, que todavía tuvo el descaro de venir a mi casa a decirme que mi hijo andaba robando y que había tenido un accidente. Me dijo: ‘Tuvieron que llevarlo al hospital. Llevá los documentos suyos’”, recuerda Gladys. Los policías la llevaron en el patrullero y luego no volvió a verlos.
Varias enfermeras y un médico se acercaron a Gladys, tomaron el documento de Danilo y permanecieron en silencio, mirando el piso, mirándola a ella, hasta que alguien la tomó de la mano y la llevó a un consultorio para tomarle la presión. Le informaron que su hijo estaba muerto y “recién ahí caí en que era verdad. Sentí que me iba a morir con él”.
A Susana, la mamá de Gonzalo, la noticia no se la dio la policía. Desvelada, ella vio algunas publicaciones en redes sociales que hablaban de un accidente, de disparos, de persecución policial, y a las 4 y media de la madrugada decidió ir al hospital. Al salir de su casa, en la esquina, vio que en sentido contrario venían dos jóvenes en moto. No había nadie a esas horas por las calles de Monte. Los chicos se detuvieron y uno se acercó a la mujer: “Vos sos la mamá de Gonzalo, ¿no?”, le preguntó Nicolás, el hermano mayor de Danilo. Fue el inicio del derrumbe: “Decime que mi hijo no es el del auto”. El otro joven la abrazó muy fuerte y la llevaron al hospital.
Susana fue recibida por enfermeros y médicos, y pudo ver a policías y funcionarios de la Municipalidad, entre ellos la intendenta Sandra Mayol y el subsecretario de Seguridad, el inefable Martínez. Al pasar junto a Mayol y Martínez, la madre les preguntó si era cierto que se habían producido disparos. Ninguno respondió con palabras: agacharon la cabeza y esbozaron un gesto de negación con la mano: “En ese momento vi a una persona muy oscura (por Martínez). La persona más oscura que haya visto”.
“Hay un cuerpo todavía sin reconocer. Si se anima, puede pasar”, le dijeron los enfermeros. Y ella pasó, tomada del brazo por un ambulanciero a quien conocía. Pidió que descubrieran los pies del cuerpo, porque con sólo mirar las medias sabría si se trataba de su hijo. Y sí lo era: allí estaban sus medias, su jean, su calzoncillo.
Días después, a medida que las familias iban recopilando información, Susana se daría cuenta de que la presencia policial y de los funcionarios municipales aquella noche en el hospital se debía a que ya se estaba fraguando el encubrimiento y la mentira oficial.
Supo también que, al menos desde la 1 de la madrugada de aquél lunes, todos en el hospital conocían la identidad de ese cuerpo que perteneciera a Gonzalo, y que nadie le avisó a su familia: “Sólo vinieron esas dos criaturas hasta mi casa para avisarme. Y antes ellos mismos le pidieron a la policía que me llamaran. Así fue como me enteré de lo peor”.
Ese lunes sería casi infinito para las madres, para las familias. Llegarían las preguntas de los medios; las versiones y testimonios útiles para la investigación, pero también los estigmas y los prejuicios rapaces (como la duda divulgada con fruición en los canales respecto a la edad de Aníbal en comparación con la del resto del grupo); las declaraciones judiciales; las primeras evidencias físicas de los disparos y la persecución; las idas y vueltas sobre las imágenes de las cámaras del municipio; las amenazas e intimidaciones.
Las madres, unidas en su desgarro y en su lucha, siempre coinciden: Monte era, hasta ese día, «un pueblo hermoso, tranquilo. No sabíamos la clase de policía que teníamos. No imaginábamos que algo así pudiera ocurrir en nuestra localidad».