La cárcel de Sierra Chica: no hay palabras para el hambre
Hace unos años salía por primera vez de una cárcel, se cerraba la reja atrás mío con ese ruido que hacen las rejas de la cárcel cuando se cierran, ese ruido sordo que nos separa de los gritos de dolor allá adentro -tantos gritos de dolor-. Llegué a la calle con una forma de tristeza que nunca había sentido, una bronca renovada, un pavor que me recorría cada centímetro del cuerpo y del alma. Y encontré en mi teléfono un mensaje de mi hermana que decía “despabílate amor que el horror amanece” (…).
R. B. Integrante del Comité Contra la Tortura de la CPM
(Agencia) Ayer comieron mejor. Mejor no. Ayer comieron. Ayer, un día, ese día les llegó algo de comida cuando no se encuentran palabras para describir el hambre. Tal vez no existan, y en este caso es además un hambre obligado. El hambre castigo, hambre impuesto, sistémico, sistemático. “Mejor” no es un medallón de carne casi cruda. Esa carne con un arroz “resentido” -como le llaman los detenidos cuando algo viene sin condimento, pasado, sin gusto- tampoco sería comida.
[pullquote]No hay rincón que no sea testimonio de la desidia y la crueldad en una cárcel centenaria que se viene abajo[/pullquote]
La Unidad Penal Nº 2 ubicada en Sierra Chica es una de las cárceles más antiguas del país, inaugurada en 1882. Cada grieta en las paredes húmedas y descascaradas da cuenta del paso del tiempo. No hay rincón que no sea testimonio de la desidia y la crueldad en una cárcel centenaria que se viene abajo.
“Por lo menos es algo de carne”, dice uno. Lo que suelen distribuir como comida es una polenta grasosa con huesos; “de ahí pescás los huesos y con suerte sacás algo de carne para ver si te podés hacer otra cosa”, explica. Esa otra cosa a la que se refiere es algo más comible que a veces logran cocinar con alimentos que recibe algún detenido cuya familia puede visitarlo.
Porque eso es otra cosa que cala hasta los huesos en Sierra Chica: el aislamiento, que no es lo mismo que soledad, porque es incluso más profundo y doloroso, porque es castigo y es impuesto, sistémico y sistemático, porque suma el desarraigo, la desconexión, la incomunicación, a la desesperación de no saber nada de tu familia, la preocupación de que ellos no sepan nada de vos, a la angustia y la tristeza. Así hasta el hambre deja de parecer el padecimiento más grave. O al menos ya no se puede distinguir qué es lo peor.
“Desde que ustedes están viniendo tenemos cubiertos”, le dice un detenido al entrevistador del Comité contra la Tortura y señala un tenedor descartable de plástico blanco sobre un recipiente, también plástico, apoyado al costado de una bacha de cemento derruida. Semanas atrás comían con la mano lo que se podía comer de eso que les tira en los tuppers desde el pasillo y a través del pasaplatos alguien al que ni siquiera pueden verle la cara.
En el pabellón de separación del área de convivencia (SAC) o “buzones”, como los llaman los detenidos, el pasillo es húmedo y la penumbra apenas se interrumpe con la luz fría de algunos tubos en el techo. Ahí los pasaplatos de las puertas permanecen cerrados por afuera y sólo los abren cuando reparten la comida. Los encargados de esa tarea son los “limpieza” del pabellón o los “buzoneros” en el caso de esa área, unos pocos detenidos que logran salir un rato del “engome” (el aislamiento en las celdas) en el que el Servicio Penitenciario (SPB) mantiene a todos encerrados las 24 hs del día. Para el penal quienes hacen esas tareas figuran como “trabajadores”.
Y así las palabras siguen sin poder definir, describir lo que pasa tras la oscuridad de esos muros. Son inexactas, escasas, inútiles, mentirosas. Porque la administración del hambre también tiene que ver con los modos de comer. Y la gestión del miedo y la violencia enmudece.
Desconexión sideral
“Acá me puedo morir tranquilamente, que acá…”, Mauricio no puede terminar la frase. Su mirada se pierde y algo se anuda en la voz. Nació en los 90, a los 13 recibió una bala perdida en el barrio, le dieron en la cabeza y se salvó de milagro. Hoy a causa de esa herida tiene epilepsia. A los 20 años ya tenía un hijo de 2 y a su mujer embarazada nuevamente. Hoy con suerte puede hablar 10 minutos cada dos semanas con su familia. “Si a mí me dan la posibilidad de estar más cerca de mis hijos… yo sé aprovechar las posibilidades que me dan. Pero por lo menos que puedan venir a visitarme”, pide.
[pullquote]Las personas detenidas sólo pueden tener acceso al teléfono cada 20 días aproximadamente[/pullquote]
Estuvo 3 semanas detenido en una comisaría e incomunicado “por los golpes que tenía”, le fisuraron una costilla en su detención. Pero ahí logró su única visita en 6 meses: la de su mujer embarazada de 8 meses y medio. De la comisaría lo llevaron a la Unidad 30 en Alvear, de ahí salió con un resguardo físico. Su hija ya nació y hoy tiene el apellido de la mamá; Mauricio no la conoce: “no le pude dar ni el apellido, quería hacer los trámites pero no me pasan cabida”.
“A mí me trajeron sin preventiva, me llegó al mes la orden”. Darío estuvo un mes detenido ilegalmente y durante ese tiempo en la unidad ni siquiera le dieron un colchón. Después de eso pudo ir sólo una vez al juzgado, le suspendieron 4 audiencias porque el Servicio Penitenciario no lo trasladaba “porque se rompía el camión, porque llovía, siempre ponían distintas excusas”. El día que lo llevaron llegó tarde y en el juzgado no lo quisieron atender. Hoy coparte celda con Mauricio; hace 4 días que tiene fiebre pero no lo llevaron a sanidad ni le alcanzaron ningún medicamento. Tampoco recibe su medicación Mauricio, que ya sufrió en Sierra Chica dos ataques de epilepsia.
Para quien viene de la calle la cárcel puede parecer un túnel, o un tubo, un mal viaje a otra dimensión. Las horas se desdibujan, se pierden las referencias, el ambiente se llena de ecos de candados y rejas, de gritos, de pasos de botas. Afuera puede haber sol, puede haber pájaros, puede existir el verde, el cielo o las calles, pero todo se convierte en un recuerdo difuso.
En “el campo”, como los detenidos llaman a las unidades más alejadas del conurbano como las de Alvear y Sierra Chica, esa lejanía se va transformando en un abismo y el sistema se encarga de tirar abajo cualquier puente. Porque los responsables de las personas allí alojadas elijen no hacer nunca ese viaje.
El aislamiento se refuerza en cada detalle y en cada sector, donde despliega diferentes estrategias. Quienes están en buzones no tienen acceso al teléfono, y desde los pabellones los sacan para hablar cada 20 días aproximadamente. Una tarjeta de teléfono de $10 alcanza para hablar 4 minutos.
En los pabellones el único contacto con el pasillo es el pasaplatos. Las ventanas hacia el exterior de las celdas se cierran a gusto de los carceleros; a las 6 de la tarde, no importa la época del año, ya no entra luz: un chapón con algunos agujeros que funciona a modo de postigo se cierra por afuera. Ésa es otra tarea que cumplen algunos detenidos, los “postigueros”, también consignados por el SPB como trabajadores.
La omisión, el vacío, el olvido selectivo de funcionarios penitenciarios y judiciales pareciera ir borrando las caras y los cuerpos de quienes alojan en Sierra Chica. El primer pedido de un detenido a la entrevistadora del Comité es que por favor llame a su familia, que simplemente le diga que está bien, que sigue ahí. Hace más de una semana que está en el SAC y perdió la oportunidad de comunicarse con su casa.
_ “Yo estaba en el 4. Voy a salir al patio y me traen para acá, le pedí a un penitenciario que quería hablar con el jefe del penal pero después no lo vi más. A la semana reapareció y le pregunté qué había pasado con mi pedido de audiencia: “me fui de vacaciones y me colgué” me dijo”
_ ¿Y sabés quién era?
_ No sé el nombre, pero tiene un cargo…. tiene tres estrellas acá
Al entrar a otra celda hay un concentrado olor a pis. Todos los habitáculos tienen la letrina incorporada, sin separación alguna en ese espacio de alrededor de 2 x 3 metros. Al lado hay una bacha con la canilla. En esa celda no hay agua porque donde debiera estar la canilla sólo queda un agujero.
_ ¿Hace cuánto estás acá?
_Me trajeron hace una semana, pero yo no les firmé nada.
_ ¿No tenés parte?, ni agua…
_ No. Agua junto en esas botellas -dice y señala algunos recipientes plásticos de gaseosa sucios y abollados- pero lo único que necesito es salir de acá.
El lujo es vulgaridad
De acuerdo al cupo oficial esa unidad tiene lugar para alojar a 1.400 personas. Ese cupo ni siquiera cumple con las condiciones básicas de detención que establecen las reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos de la ONU, ni con las medidas de estándar que dispone la CIDH para las celdas. Sin embargo la UP Nº2 de la Provincia supera esa cantidad con alrededor de 50 detenidos más. Aunque citar la reglamentación más mínima en la Unidad 2 carece de sentido desde el momento en que incumple con cualquier tratamiento humano.
Irse de ahí es el pedido que se repite en cada caso. No importan las cuestiones de salud, ni las ratas y cucarachas que circulan a plena luz del día por los pasillos y paredes, ni el hacinamiento, ni el frio o el calor. Todo eso se desvanecería si se pudiera recibir visitas, cortar aunque sea un rato con ese encierro asfixiante.
Rodrigo también quiere irse. “Acá no hay ninguna recreación”; además, hace algunos días que terminó en los buzones donde todo lo que pueden llevar es una muda de ropa y escasos elementos de limpieza. “No tengo ni cepillo de dientes”, dice mientras acepta una pastilla “una sola porque ¿sabe con qué me lavo los dientes?, con aquél jabón. Es raro pero no me pasan otra cosa”.
Lo que más le preocupa de todas formas es salir de ahí, comunicarse con el afuera aunque sea un rato. “No puedo tener ninguna comunicación, me están obstruyendo mi contención, poder salir a estudiar a trabajar no sé…ya me conozco todo lo que dice la pared, y me leí esto que son como 300 hojas”. Rodrigo muestra orgulloso un libro.
_ ¿Cómo hiciste para que te lo dejen traer?
_ Y yo no tenía sanción, entonces me traían el parte y decían lo tenés que firmar porque si no te hago otro más por falta de respeto. Bueno yo te voy a firmar pero vos me tenés que dar otra cosa a cambio, ¿qué querés?, me dijo. Quiero un libro” -dice y agrega-, “yo me eduqué en la cárcel”.
[pullquote]de las 1400 personas alojadas en la unidad sólo 418 accedían a actividades laborales[/pullquote]
Pero ese esfuerzo que debería servir para acceder a la morigeración de su pena va cayendo en saco roto en ese agujero que es Sierra Chica. Los buzones son el pabellón para los castigados con o sin motivo, y Rodrigo sabe que cada día en ese lugar implica que le bajen el puntaje en su conducta. Por lo menos logró leer otro libro.
Según los datos de las autoridades de las 1400 personas alojadas en la unidad sólo 418 accedían a «actividades laborales». O sea que el 70% de los detenidos restantes no pueden realizar ningún tipo de actividad. Detallado en ese mismo informe estaba el acceso a la educación “las actividades son: una vez a la semana por pabellón tienen actividades Deportivas a cargo de profesores de gimnasia, la posibilidad de concurrir a la escuela primaria o secundaria y cursos de formación”.
La libertad es fiebre
¿Cómo salir de Sierra Chica? ¿Alguien, alguna vez podrá salir de ese lugar? ¿Cómo denunciar la tortura que avala el estado, que sostiene la burocracia penal, que eligen no ver ni escuchar sus funcionarios? ¿Cómo describir el hambre y la ansiedad que provoca el aislamiento más absoluto?, ¿con qué herramientas, si el encierro vuelve todo un eufemismo? ¿Cómo cerrar esta crónica si nunca encontró las palabras que nombren lo que ahí pasa?
M.S.V
(…) Ayer volví a salir de una cárcel, esas rejas volvieron a cerrarse. Y el horror sigue amaneciendo. Un horror que provoca la misma tristeza, que alimenta la bronca, que reedita el pavor. Y salí de esa cárcel con un puñado de compañeros que han visto tanto, pero que siguen conmoviéndose con cada relato, con cada mirada, con cada grito de dolor.
Las rejas se cierran, sigue amaneciendo el horror. Pero estamos despabilados. Despabiladísimos.
R. B. Integrante del Comité Contra la Tortura de la CPM