DÍA DE LUCHA CONTRA LA VIOLENCIA INSTITUCIONAL 33 años de la masacre de Budge: “Queremos mantener viva la memoria”
A 33 años de la masacre de Budge, y ante la imposibilidad de reunirse para realizar los actos que año a año se llevan adelante en el barrio, Andar habló con familiares y amigos de las víctimas: Agustín, Willy y Oscar.
Andar en Budge
(Agencia) El 8 de mayo de 1987 personal de la policía bonaerense asesinó a los jóvenes Agustín Olivera (“el Negro”), Oscar Aredes, y Roberto Argañaraz (Willy), en la esquina de Guaminí y Figueredo de la localidad de Ingeniero Budge. A partir de ese momento se desató una movilización de amigos y vecinos que acompañaron a los familiares de las víctimas. Todos juntos, impulsaron una lucha para esclarecer una masacre que llegó a la justicia cargada de irregularidades e inmediatamente se organizaron marchas para hacerse escuchar.
Era un tiempo complicado para los jóvenes de barrios populares, en un contexto de vuelta a la democracia donde el foco de los derechos humanos estaba puesto en el castigo a represores de la dictadura, cuando se desató una movilización de centenares de personas. De esta forma, la masacre de Budge es conocida como el primer caso de “gatillo fácil” que generó una movilización barrial sin precedentes para reclamar justicia; y es por este caso que el 8 de mayo fue declarado, en el año 2012, como el día nacional contra la violencia institucional.
En aquella esquina solían juntarse los jóvenes del barrio a charlar, a tomar una bebida, a compartir un rato. El sargento Juan Ramón Balmaceda, jefe de calle, se había dirigido hasta ahí después de recibir una denuncia del hijo de la dueña de un almacén del barrio, donde Agustín y Willy habían estado un rato antes y se había generado una discusión. Así fue que Balmaceda, quien era conocido por molestar y meter miedo a los pibes del barrio, se presentó en la esquina con los cabos Isidro Romero y Juan Alberto Miño y dispararon sin cesar a los chicos que estaban sentados en la esquina. Con un montón de vecinos que se convirtieron en testigos, -no eran más de las siete de la tarde-, el hecho pasaría a la historia como la masacre de Budge.
Eran las 11 de la noche cuando Germán Arévalo, “Quique”, amigo de los tres jóvenes, “uno de los de la barra” que se reunía en aquella esquina, y quien conformó desde el primer día la Comisión de Amigos y Vecinos de Budge, volvía al barrio después de trabajar y se encontró con la tremenda noticia. Enseguida pensó “No puede ser, tenemos que hacer algo, no puede ser que nos maten así nomás”. Había muchos testigos de que el sargento Juan Ramón Balmaceda junto a los cabos Isidro Romero y Juan Alberto Miño habían disparado a quemarropa a los jóvenes que estaban en la esquina, indefensos. Había evidencias -las pericias lo demostrarían- de que las armas halladas al costado de los cuerpos de las víctimas habían sido plantadas para ocultar el crimen y así minimizar la responsabilidad de los policías y caratular el hecho como homicidio en riña.
A la mañana siguiente vecinos y gente amiga se acercaron, se reunieron y la organización fue tomando forma. “Éramos pibes en aquel momento, y salimos y había mucha gente reunida, vecinos espontáneamente reunidos ahí”, recuerda Arévalo.
Entonces se pusieron a trabajar, alguien dijo “hagamos unas banderas” y juntaron pedazos de tela, pintura, y cañas del cañaveral que había a dos cuadras de allí. “Comenzamos a armar las banderas, las clavamos en la esquina y dijimos ‘hagamos una comisión’. Nos reunimos con los pibes y los invitamos a los hermanos de los fallecidos, a los padres, y tropiezo tras tropiezo fuimos armando la Comisión de Amigos y Vecinos (CAV) que fue la que de alguna manera llevó adelante el pedido de justicia”.
Después la lucha llevó años, repasa Quique. “El primer año fue durísimo porque teníamos mucha persecución de la policía, perseguían a los vecinos, a los testigos”. Cuenta que estuvieron casi un año acampando en el lugar de la muerte de los pibes. Entre vecinos se ayudaban, les llevaban fideos, café, yerba, y se iban turnando para pasar la noche. Luego, cuando se iban, se acompañaban para cuidarse entre ellos. “Las paradas de colectivo estaban como a seis cuadras del lugar del hecho. Acompañábamos a los vecinos porque nos sentíamos desprotegidos, porque los que nos tenían que proteger era la policía, justamente los que nos habían matado”.
En 1990 el caso llegó a juicio de la mano de los abogados Leon Zimerman y Ciro Anichiarico. Balmaceda y Miño fueron condenados a cinco años por homicidio en riña. Y Romero obtuvo 12 años. Sin embargo el proceso fue anulado por la Corte Suprema. Un segundo juicio se realizó en 1994 con penas de once años para los tres, aunque antes de llegar a prisión permanecieron prófugos por años. Romero fue recapturado en 1998, pero Miño y Balmaceda evadieron la cárcel hasta 2007.
Transformar el dolor en cultura y alegría
Cada año, entre enero y febrero se empiezan a juntar en la zona de Budge amigos, vecinos, familiares y todas aquellas personas que buscan que el recuerdo no se apague. Así lo venían haciendo este año, hasta que se puso en marcha el plan de aislamiento social preventivo y obligatorio. “Porque básicamente queremos transformar una fecha de muerte y tristeza en una fecha de cultura y alegría, dándole brillo. El duelo lo tenemos superado, ahora queremos mantener la memoria”, reflexiona Arévalo.
A las actividades se suman año a año las nuevas generaciones que habitan el barrio. “Es una de las alegrías que tengo”, afirma Quique, “porque cada 8 de mayo que uno hace la conmemoración veo mucha gente joven, mucha gente del barrio, muchos chicos”.
Como se sabe, debido al aislamiento social preventivo y obligatorio las actividades debieron ser suspendidas. Pero la organización continúa y por eso se propusieron “viralizar”, dice Quique, que se cumplen 33 años de la masacre con diferentes propuestas digitales. Además, apenas se permita, van a llevar adelante todo lo que venían pensando para este 8 de mayo.
El recuerdo de los tres
A 33 años de la masacre, Rubén Olivera, quiere recordar a su hermano Agustín, a Oscar y a Willy, porque fue un hecho que marcó a sus familias y al barrio. “Los vecinos y familiares nos apoyaron y por eso salimos adelante, si no fuera por ellos no estaríamos hablando, estuvieron día y noche, a sol y a sombra y bajo la lluvia, siempre presentes”. Incluso recuerda que, en aquel momento, algunos vecinos se tuvieron que mudar porque habían sido testigos claves de la masacre y eran amenazados y hostigados permanentemente.
El negro Agucho (26), como recuerda Rubén que le decían en su casa, era el mayor de los tres hermanos y como tal, lo aconsejaba en todo. Por aquellos días Agustín estaba trabajando en una fábrica de plásticos. De chico lustraba botas. “Era buen hermano y buen compañero”, resalta Rubén, quien guarda como tesoro una medallita de Agustín.
Oscar Aredes -cuenta su hermano Claudio- también había trabajado un tiempo en la misma fábrica que Agustín. Era el mayor de tres hermanos. “Oscar tenía 18 en aquel momento, mi hermana 12 y yo 10. Él nos cuidaba a los dos cuando mi mamá se iba a trabajar. A mí me ayudaba a hacer la tarea”, cuenta Claudio. Aquel día se quedó esperando a Oscar después de haber salido juntos para ir a al kiosco y él le dijo “andá que voy atrás tuyo”.
Con sus diez años Claudio formó parte de la movilización que se generó en el barrio rápidamente. “Fuimos al día siguiente hasta la comisaría, que estaba a cinco cuadras”. Luego se enteraría de que los policías del lugar acostumbraban salir a amedrentar a los pibes del barrio.
Juan Argañaraz cuenta que su hermano Roberto (24), o Willy, trabajaba en aquel momento en una curtiembre. Guarda entre sus recuerdos que siempre lo llevaba a la cancha los fines de semana, aunque su mamá le decía que no porque tenía que estudiar. “No, déjalo, yo lo llevo”, insistía Willy. Un día, le hizo “un regalazo”: le compró campera, jean y zapatillas. “En esa época había que comprarse eso, porque mi vieja laburaba por horas. Tengo buenos recuerdos de mi hermano”.
Juan recuerda la indignación y los gritos de los vecinos cuando de uno de los coches salieron policías a plantar las armas al lado de los cuerpos de Oscar y el Negro. “Se había juntado la gente, había, fácil, más de veinte patrulleros. Vino un coche, se escuchó que se bajan en la esquina y se les cae, se escuchó a ruido de fierros, y había sido que le estaban poniendo las armas, y ahí la gente se enloqueció”. Juan afirma que “si no fuera por la lucha de los vecinos este caso no hubiera salido a la luz, y hubiera sido otro gatillo fácil sin justicia. Fue muy alevoso lo que pasó acá en la esquina. Y los chicos no tenían armas, no eran chorros, no eran delincuentes”.