DISCUSIONES EN LA EDICIÓN ESPECIAL DE LA REVISTA PUENTES No hay pueblo sin memoria
El derecho a la memoria. La reparación histórica y la reparación penal. Los desafíos jurídicos, el rol del Estado y de los organismos sociales y de derechos humanos. A varias décadas del fin de las dictaduras militares en América Latina, como se anunció durante la presentación, Puentes expone un balance crítico de los procesos penales que condenan a los responsables de los crímenes de lesa humanidad.
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(Agencia) El jurista polaco Raphael Lemkin decía que el genocidio busca eliminar, transformar la identidad del grupo oprimido e imponer la identidad del grupo opresor; los sobrevivientes del terrorismo de Estado asumieron el desafío de derrotar esa memoria del genocidio, para reconstruir la memoria de la verdad y la justicia.
El derecho del testimonio fue legitimado social, jurídica y políticamente reconociendo su valor histórico y cognitivo: conocemos a través del relato de las víctimas. Este posicionamiento ético -que se expresa y defiende en las distintas notas que recoge los casos de Guatemala, Brasil, Perú, Argentina, Chile y Uruguay- no sólo reconoce el aporte del testimonio para la construcción de una memoria política de lo sucedido sino también su valor probatorio para juzgar los delitos cometidos.
Cuando se le pregunta al camarista federal Leopoldo Schiffrin si el sentido profundo de la justicia es conocer la verdad o tener elementos para castigar, el juez sostiene que “la verdad sola no sirve para nada, porque la verdad tiene que tender a la paz y no hay paz posible sin castigo”. De esta manera, el fin político y jurídico del testimonio se concilia en la voluntad histórica de luchar contra la impunidad.
Luces y sombras: reparaciones y deudas
“La verdad y la justicia reconstruyen el tejido social y habilitan la consolidación del sistema democrático”, escribe Hugo Cañón –consultor académico de la CPM– en Puentes; Argentina 1983, Uruguay y Brasil 1985, Guatemala 1986, Chile y Perú 1990: desde el regreso a la democracia, cada país implementó diversas políticas de reparación. Sin embargo, ese desafío político y jurídico encontró, en los primeros años, una estructura de poder organizada y planificada por las dictaduras militares que permitió garantizarles su casi absoluta impunidad.
En ese marco, el caso de Argentina fue paradigmático: cinco días después de su asunción, el presidente electo Raúl Alfonsín decretó el juzgamiento a las Juntas Militares y las organizaciones guerrilleras y creó la Conadep. Ambas decisiones abrieron la posibilidad de iniciar un camino de búsqueda de justicia y reparación penal.
[pullquote]Argentina tanto como los demás países latinoamericanos encontraron un terreno de acción limitado, caracterizado por una fuerte presión militar sobre las instituciones democráticas[/pullquote]
La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) se encargó de investigar las violaciones a los derechos humanos perpetrados durante el terrorismo de Estado; el resultado de ese trabajo se plasmó en un informe que registró, mediante miles de testimonios, la existencia de 8.961 desaparecidos y 380 centros clandestinos de detención. El Juicio a las Juntas (con un importante aporte proveniente del Informe de la CONADEP) se constituyó en otro hito histórico en la consolidación democrática durante los primeros años del alfonsinismo: las condenas ejemplificadoras contra los jerarcas militares tuvo un importante valor jurídico, social y político. El juicio alcanzó repercusión universal por tratarse de la primera vez que un Tribunal Civil juzgó, bajo jurisdicción y territorio nacional, a miembros del estamento militar por la sistemática y planificada violación a los derechos humanos de su propia sociedad.
Si bien el desarrollo de estos procesos judiciales fue reconocido y se constituyó en una referencia para el resto de los países, prontamente encontró sus límites; las leyes de Obediencia Debida y Punto Final dieron cuenta de la fragilidad política y significaron un retroceso en la búsqueda de memoria, verdad y justicia.
Por lo tanto, y en líneas generales, Argentina tanto como los demás países latinoamericanos encontraron un terreno de acción limitado, caracterizado por una fuerte presión militar sobre las instituciones democráticas, además de las dificultades para romper con el silencio y el disciplinamiento social impuesto por el terrorismo de Estado. En esos primeros años post-dictadura, fueron la lucha de las víctimas y las organizaciones de derechos humanos las que lograron visibilizar los reclamos de justicia no sólo como espacio para la reparación penal de las violaciones a la integridad humana perpetradas, sino también como herramienta para la construcción social de la memoria y que permitiera inscribir el régimen de terror en un proceso de historización historizante.
De esta manera, la necesidad de sostener la denuncia de los gobiernos cívico-militares como regímenes de poder significó no sólo revelar su política planificada de persecución política y represiva sino también su planificada política económica al servicio de la financiación para sostener el aparato represivo y, estructuralmente, como instauración de un modelo despiadado y excluyente. A pesar de los avances para juzgar los primeros delitos, los segundos recién se han comenzado a investigar en el último tiempo y sin encontrar aún cauce judicial.
[pullquote]Reconstruir los delitos económicos permitirá ampliar la mirada sobre el complejo entramado de intereses y actores que hizo posible la instauración de una política del terror[/pullquote]
Reconstruir los delitos económicos permitirá ampliar la mirada sobre el complejo entramado de intereses y actores que hizo posible la instauración de una política del terror. Como sostuvo el juez y consultor académico de la CPM, Baltasar Garzón, en la conferencia que brindó en un acto en conmemoración del día nacional de la memoria por la verdad y la justicia —y publicado en esta edición de Puentes—, “los crímenes económicos son crímenes de lesa humanidad en sí mismos […] Porque si no hay financiación no puede haber una acción sistemática desde unas estructuras de poder para eliminar a centenares o miles de personas. Ni de mantener unas estructuras de tortura, un sistema, unos mecanismos”.
La larga noche de la impunidad
El derecho internacional fue una herramienta fundamental para quebrar las resistencias que se generaban en los poderes del Estado, “frente a la impunidad interna se buscaron caminos alternativos de justicia; en diversos países se abrieron procesos penales contra los genocidas. En algunos casos sólo por las víctimas que tenían nacionalidad de los países que abrieron los juicios en otros —por el principio de jurisdicción universal que establece que los delitos que vulneran las condiciones del ser humano son de lesa humanidad y pueden ser juzgados en cualquier país del mundo—, por todas las víctimas del terrorismo de Estado”, escribe Cañón.
Baltasar Garzón amplía este concepto y abre un debate sobre la competencia de la justicia: “Cuando se trata de estos tipos de crímenes, la interpretación de la norma tiene que ir más allá, tiene que ir hacia una interpretación más protectora de las víctimas […] Hemos conseguido el principio de soberanía compartida. Es decir, aquí no se trata de generar una proyección territorial de los criminales sino de compartir la soberanía para proteger a las víctimas y evitar que haya fronteras contra crímenes universales”.
Amparándose en este principio, Baltasar Garzón ordenó la detención de Pinochet en 1998; si bien el gobierno chileno logró que no sea extraditado a España, debió enfrentar procesos criminales nacionales en su contra. Como explican Cath Collins y Boris Hau, ese hecho movilizó el proceso de justicia en Chile: una comisión de verdad reportó 40.000 casos de prisión política, tortura, desapariciones y ejecuciones. “Se empezó a superar por etapas el efecto de la amnistía. Primero se instaló la tesis del delito permanente respecto a la desaparición forzada: si un crimen no tiene fecha de término no se puede renunciar a la pretensión punitiva estatal en base a una ley temporalmente limitada como era el decreto-ley de amnistía de 1978 […] Luego se empezó a argumentar que en el caso de ejecuciones políticas y/o tortura sobrevivida la amnistía tampoco correspondía por las características de crimen de lesa humanidad que los crímenes compartían”.
Los autores remarcan que, en la actualidad, los represores con condena firme por crímenes cometidos entre 1973 y 1990 son 281, de los cuales 206 agentes cumplen la pena en libertad (73%) y 75 cumplen pena en la cárcel (27%).
Gustavo Meoño Brenner cuenta los números del genocidio en Guatemala: “La Comisión para el esclarecimiento histórico —creada y dirigida por la ONU— concluyó que el Estado guatemalteco aplicó sistemáticamente una estrategia contrainsurgente con un saldo aterrador: 200 mil muertos, incluidos 45 mil detenidos desaparecidos; operaciones de tierra arrasada con 626 masacres documentadas; 86% de las víctimas pertenecientes al pueblo Maya; violación sistemática de mujeres como método de tortura y como rito previo a las masacres; asesinato de niños y niñas (11% del total de víctimas) con métodos de brutalidad extrema”.
En el caso del país centroamericano, “el descubrimiento en 2005 del Archivo Histórico de la Policía Nacional y la apertura del acceso a la información que contienen esos documentos contribuyeron a debilitar el sistema de impunidad […] A partir de 2009 comenzaron a avanzar los procesos judiciales; se logró que un tribunal reconociera la naturaleza imprescriptible de delitos como la desaparición forzada, la tortura y las ejecuciones extrajudiciales […] Varios oficiales superiores y subalternos fueron encontrados culpables y condenados a centenares de años de prisión”. En 2013 se desarrolló el juicio más emblemático: el general Efraín Ríos Montt fue encontrada culpable del delito de genocidio y condenado a 80 años de cárcel; diez días después, la Corte de Constitucionalidad anuló la sentencia. “A pesar de ese revés, la larga marcha contra la impunidad en Guatemala sigue avanzando”.
En Brasil, la Comisión Nacional de la Verdad (CNV) “pudo reconocer, en base a un amplio repertorio de documentos y testimonios, la cuestión propiamente política de la tortura, de las ejecuciones extrajudiciales y de las desapariciones forzadas”. En 2014, la CNV entregó su informe recomendando reformas constitucionales y legales; este posicionamiento refleja el fallo de la CIDH, que investigó la represión sobre la guerrilla del Araguaia y determinó la responsabilidad del Estado brasileño: “las leyes de autoamnistía constituyen un ilícito internacional, perpetúan la impunidad y propician una injusticia perenne, impidiéndoles a las víctimas y a sus familiares el acceso a la justicia”.
André Saboia Martins, Carla Osmo y Carolina de Campos Melo afirman que “desde la finalización de las actividades de la CNV, se han instaurado por parte del Ministerio Público Fiscal —sosteniendo que la Ley de Amnistía no se aplica a los crímenes permanentes y de lesa humanidad— nuevos procedimientos de investigación criminal, de forma tal que se contemplen los 434 casos de muertes y desapariciones presentados en el informe”. Sin embargo, el Supremo Tribunal Federal (STF) mantiene la constitucionalidad de la Ley de Amnistía basándose en una decisión de 2010 del mismo tribunal, previo al fallo de la CIDH.
Los autores de la nota celebran que “las conclusiones y recomendaciones de la CNV contribuyan a fortalecer la presión constante de la sociedad civil brasileña y de organismos internacionales para que se dé fin a la impunidad de los crímenes practicados por la dictadura”. Y advierten que “en una resolución de octubre de 2014 la Corte Interamericana determinó que la sentencia en el caso Araguaia constituye cosa juzgada internacionalmente, por lo tanto, resulta contradictorio con las obligaciones internacionales asumidas por Brasil que se interprete la Ley de Amnistía desconociendo el carácter vinculante de esta decisión”.
Otro fallo de la CIDH (el caso Gelman) estableció que el Estado uruguayo debía remover los obstáculos que impidieran investigar y sancionar a los responsables de delitos de lesa humanidad; sin embargo, la sentencia no se cumple, “la Suprema Corte de Justicia (SCJ), sosteniendo un pensamiento retrógrado con relación a las obligaciones impuestas y acompañada por la notoria falta de voluntad política de los otros poderes del Estado, congeló un escenario en el que con el correr del tiempo transformó la impunidad jurídica en impunidad fáctica”, escribe Raúl Olivera Alfaro, coordinador ejecutivo del Observatorio Luz Ibarburu (OLI).
El Observatorio se creó como una herramienta colectiva para superar las deficiencias de las “herramientas institucionales y administrativas necesarias para que el proceso de justicia sea eficaz”. El OLI tiene dos desafíos: la sistematización de la información y el patrocinio de causas; “desde el Observatorio, detectamos y denunciamos que la investigación, el aporte de información, testimonios e impulso procesal continúa descansando casi exclusivamente en los denunciantes […] Al día de hoy, la sociedad civil sigue siendo el principal auxiliar de la justicia, asumiendo un rol que le corresponde al Estado”.
El crimen olvidado
Hasta aquí, el balance sobre el desarrollo de los procesos penales consolida dos pilares de la lucha contra la impunidad: por un lado, el derecho internacional y, por otro lado, la incansable búsqueda de justicia por parte de los pueblos latinoamericanos. Como dice Baltasar Garzón “no hay que olvidar que en la lucha por la justicia ha sido la sociedad quien más esfuerzo ha puesto. No ha sido una lucha institucional”.
A pesar de resistencias y dilaciones, existen avances en la investigación y castigo de estos crímenes, condenados y fallos que favorecen la continuidad de la búsqueda de verdad y justicia. Sin embargo hay una categoría de los delitos perpetrados durante las últimas dictaduras militares que ha permanecido silenciado, incluso hacia el interior de esas luchas por justicias: los delitos sexuales.
En la nota Romper el silencio, Jimena Alonso y Carla Larrobla cuentan que “en octubre del año 2011, por primera vez en Uruguay un grupo de 28 ex presas políticas presentó una demanda por violencia sexual sufrida durante los períodos de reclusión […] El hecho de constituir una denuncia colectiva elimina de algún modo el carácter de experiencia privada o personal, a la vez que confirma lo habitual de esta práctica como variable de la represión de las dictaduras en nuestros países”.
Cuándo se preguntan por los motivos de este tardío pedido de reparación, las autoras resaltan que “el silencio de las víctimas resultaba, en muchos casos, de la incapacidad de escucha de los otros”. Julissa Mantilla Falcón, al presentar un balance sobre la judicialización de la violencia sexual en Perú, profundiza esa respuesta: “La subrepresentación de estos delitos se explica por las dificultades de las mujeres para dar su testimonio, por miedo al estigma, sentimientos de culpa y vergüenza, entre otros factores. Asimismo, las mujeres no eran conscientes de que la agresión sufrida era una violación de derechos humanos”.
La Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) presentó un informe final en 2003 que “marcó un hito al incluir un capítulo de análisis de género del conflicto armado y un apartado específico sobre violencia sexual contra las mujeres”. Sin embargo, se ha avanzado poco en la judicialización de la violencia sexual; un único dato basta de prueba: según un informe de la CEPAL de 2012, sólo 16 casos de violación sexual se estaban investigando.
Julissa Mantilla expone, en Puentes, algunas consideraciones para explicar el fracaso de las acciones punitivas del Estado cuando se trata de investigar y juzgar delitos sexuales en el marco de las violaciones a los derechos humanos; muchas de esas razones se aplican, casi homólogamente, a las deficiencias de la justicia para castigar hoy cualquier acto de violencia sexual.
“Los problemas en la tipificación penal, las deficiencias en la realización de pericias psicológicas y la programación de diligencias que vulneran la dignidad de las víctimas […] Adicionalmente, debe destacarse que la policía y los operadores jurídicos no reciben formación en género ni en investigación de violencia sexual; esto impide que las víctimas reciban un adecuado tratamiento y acompañamiento en el proceso judicial y lleva a que, en muchos casos, desistan en denunciar o abandonen el proceso”.
Si los campos de concentración pretendieron eliminar la misma condición humana de las víctimas y por lo tanto su condición histórica, el testimonio busca recuperar la identidad a partir de la reconstrucción y la reparación de lo sucedido; como mencionan Alonso y Larrobla: “Quienes denuncian operan un desplazamiento de la significación de su lugar social desde la posición de víctimas a la de denunciantes. La posición de víctima se retrae para dar lugar en términos jurídicos a un ‘sujeto de derecho’”.
Para cerrar. Este artículo expone dos principios fundamentales del proceso histórico reconocido por el pedido de “memoria, verdad y justicia”; por un lado, la lucha contra la impunidad y el efectivo castigo a los perpetradores de los delitos de lesa humanidad cometidos durante las últimas dictaduras militares en América Latina. Por otro lado, como proyecto político y ético que asume, como sostiene el consultor académico de la CPM, Osvaldo Bayer, el deber permanente de no dejar a verdugos y militares la última palabra.
Esta última referencia nos recuerda que la memoria es un espacio en constante disputa. El desafío, ahora, es acercar la política de la memoria con los estudios de memoria; es decir, recuperar el valor pedagógico de la memoria en y para la defensa de la dignidad humana en la actualidad. Algo de todo eso también se anuncia en la Revista Puentes cuando Andreas Huyssen propone que “el discurso de la memoria establezca una relación recíproca más cercana con los derechos humanos que articulan luchas en el presente y se orientan hacia el futuro”.
Descargar artículo La judicialización de la violencia sexual por Julissa Mantilla Falcón.
Descargar artículo Cuentas pendientes por Baltasar Garzón